ORÍGENES DE LA ALQUIMIA OCCIDENTAL

A la pregunta de por qué en lugares tan distantes entre sí como el Cercano y el Lejano Oriente ha existido la alquimia desde hace miles de años –al menos, desde la mitad del último milenio antes de Jesucristo y, probablemente, desde los tiempos prehistóricos–, la mayoría de los historiadores suele responder que los hombres eran asaltados una y otra vez por la tentación de convertir los metales corrientes en oro y plata para enriquecerse rápidamente, hasta que la Química empírica del siglo XVIII demostró definitivamente que un metal no puede transformarse en otro. Pero la realidad es muy distinta y, en parte, casi totalmente opuesta.
El oro y la plata eran ya metales sagrados antes de convertirse en medida del valor de las mercancías. Eran la representación terrena del Sol y la Luna y, por consiguiente, también de todas las cualidades espirituales que se atribuían a la celestial pareja. Hasta la Edad Media, el valor de
ambos metales preciosos se hallaba establecido de acuerdo con los períodos de revolución de uno y otro astros. Incluso la forma redonda de las monedas de oro y plata es una réplica de la de sus celestes modelos. Y la mayor parte de las más antiguas monedas de oro suele llevar grabados imágenes o signos alusivos al Sol o a su ciclo anual. Para los hombres de los siglos anteriores al Racionalismo, era evidente el parentesco entre los metales preciosos y los dos grandes astros, y haría falta todo un mundo de ideas y prejuicios informados por la mecánica para privar a este parentesco de su íntima vinculación y reducirlo a una especie de coincidencia estética.
No se debe confundir un símbolo con una mera alegoría ni ver en él la expresión de un impulso colectivo cualquiera, sordo e irracional. El verdadero simbolismo consiste en equiparar cosas que, si bien por razón de tiempo, espacio, constitución material y otras circunstancias limitativas, pueden ser distintas, tienen una misma propiedad esencial. Se muestran como trasuntos, manifestaciones o imágenes de la misma realidad, independientemente del tiempo y del espacio. Por tanto, no es del todo correcto decir que el oro representa al Sol y la plata a la Luna; el oro tiene la misma esencia que el Sol, y la plata la misma esencia que la Luna; tanto los dos metales preciosos como los dos astros son símbolos de dos realidades cósmicas o divinas. (2) Por tanto, la magia del oro deriva de su esencia sagrada, de su perfección cualitativa, mientras que su valor material tiene sólo una importancia secundaria. Vista la naturaleza sagrada del oro y de la plata, la obtención de estos dos metales debía de ser función sacerdotal, del mismo modo que la acuñación de monedas de oro y plata fue al principio prerrogativa de ciertas teocracias. Es congruente con ello el que los usos metalúrgicos relacionados con el oro y la plata que, desde los tiempos más remotos, se conservan en algunos de los pueblos llamados primitivos, denoten una ascendencia sagrada (3) La manipulación de los minerales en general se consideró siempre como una operación sagrada en las civilizaciones llamadas «arcaicas», que aún no distinguían entre las actividades «espirituales» y las «prácticas», es decir, las destinadas a fines puramente materiales, y que lo veían todo desde la perspectiva de la unidad íntima entre el hombre y el cosmos. En general, era prerrogativa de una casta sacerdotal que se decía depositaria de poderes divinos que la facultaban para ejercer esta actividad, y donde no era así, como en el caso de ciertas tribus africanas que carecían de tradición metalúrgica, el fundidor o herrero era considerado como un intruso en el orden natural, sospechoso de practicar la magia negra. (4) Lo que para el hombre moderno es superstición –y, en parte, subsiste sólo como tal– constituye en realidad un atisbo de la profunda relación existente entre el orden natural y el espiritual. Que la extracción de los minerales de las «entrañas» de la Tierra y su purificación violenta por medio del fuego encierra algo inquietante y abre peligrosas posibilidades lo sabe también el hombre «primitivo»… aun sin las pruebas que nos brinda de ello la Edad de los Metales. Para la humanidad «arcaica», que no separaba artificialmente el espíritu de la materia, el advenimiento de la metalurgia no constituyó un mero «descubrimiento», sino una «revelación», ya que sólo un mandato divino podía facultar a los hombres para desarrollar semejante actividad. Sin embargo, esta revelación ha tenido desde el principio su lado bueno y su lado terrible (5), y exige una especial prudencia a los hombres a quienes está destinada: del mismo modo que las manipulaciones del metalista con minerales y fuego encierran cierta violencia, también los influjos espirituales relacionados con este oficio debían de ser de índole peligrosa y de doble filo. En especial la extracción de los metales preciosos del mineral impuro por medio de disolventes y purificadores como el mercurio y el antimonio y bajo la acción del fuego, había de realizarse frente a la resistencia de las tenebrosas y caóticas fuerzas de la naturaleza, de igual forma que la obtención del oro o la plata internos, de pureza y fulgor inmutables, exige la derrota de todos los instintos del alma turbios y confusos. El siguiente pasaje, tomado de la autobiografía de un senegalés, indica que, en ciertas tribus africanas, la elaboración del oro ha sido considerada como un arte sagrado hasta los tiempos más recientes (6):

«…A una señal de mi padre, los dos aprendices accionaron sendos fuelles de piel de cordero situados en el suelo a cada lado de la forja y unidos a ella por tubos de arcilla. En la forja se levantó la llama, que se convirtió en una cosa viva, en un genio animado e implacable.
»Mi padre tomó entonces el crisol con sus largas tenazas y lo puso sobre la llama.
»De pronto cesaron en la fundición todos los demás trabajos; porque mientras se funde y enfría el oro no se pueden trabajar cerca de él ni el cobre ni el aluminio, para que no caigan en el recipiente partículas de estos metales ordinarios. Sólo puede seguir trabajándose el acero. Sin embargo, incluso los hombres que manipulaban el acero acababan su tarea rápidamente o la interrumpían para unirse al corro de aprendices congregados en torno a la forja…

»A veces, mi padre no tenía espacio suficiente para moverse con libertad, y entonces hacía retroceder a los aprendices con un simple gesto de la mano: nunca pronunciaba ni una sola palabra en tales momentos, y tampoco los demás hablaban; nadie podía hablar, y hasta el bardo callaba; sólo rompían el silencio el resoplido del fuelle y el leve burbujear del aro. Pero aunque mi padre no articulaba ni una palabra, yo sé que interiormente estaba hablando; podía verle mover los labios mientras removía el oro o el carbón con un palo, palo que había de cambiar con frecuencia porque ardía fácilmente.
»¿Qué decía? No lo sé; con exactitud no lo sé, pues nunca me comunicó ni una sola palabra. Pero ¿qué podía decir sino conjuros? ¿No conjuraba a los genios del fuego y del oro, del fuego y del viento, el viento que salía por las bocas del fuelle, el fuego que había nacido del viento y el oro que se había desposado con el fuego? Sin duda los instaba a que le prestaran su ayuda y su amistad y a que se unieran con armonía; sí, llamaba a aquellos genios, pues son de los más importantes, y su presencia era necesaria para la fusión.
»La operación que se desarrollaba ante mis ojos era sólo, en apariencia, una simple fundición de oro; pero era esto y algo más: era un acto de magia que los genios podían autorizar o impedir. Por esto reinaba aquel silencio en torno a mi padre…
»¿No era prodigioso que en aquellos momentos la culebra negra se escondiera siempre debajo de la piel de cordero? Porque no siempre estaba allí; no iba todos los días a visitar a mi padre; pero jamás faltaba cuando iba a fundirse el oro. A mí no me sorprendía. Desde la tarde en que mi padre me contó lo del genio de su tribu, me pareció completamente natural que la culebra estuviese allí, ya que ella conocía el futuro…
»Antes de trabajar el oro, el obrero tiene que purificarse, lavarse de la cabeza a los pies y, mientras dura la operación, abstenerse de toda relación sexual…»

Que existe un oro interior, mejor dicho, que el oro posee tanto una realidad externa como una realidad interna, era una conclusión perfectamente lógica para una mentalidad que, de manera espontánea, había reconocido en el oro y en el Sol una misma sustancia. Aquí y sólo aquí se encuentra la raíz de la alquimia, que, en sí, se remonta a los tiempos del antiguo Egipto, donde era practicada por los sacerdotes. Y es que la tradición alquímica, que se extendió por el Cercano Oriente y por las tierras de Occidente, y que quizás influyó también en la alquimia hindú, reconoce como fundador a Hermes Trismegisto, «el tres veces grande Hermes», que no es otro sino el dios del antiguo Egipto, al que los griegos llamaron Thot y que regía las artes y ciencias sagradas, de forma parecida a como lo hacía en el hinduismo el dios Ganesha.
La palabra alquimia deriva de la voz árabe al-kimiya, que, a su vez, proviene, al parecer, del egipcio keme y designa la «tierra negra», que puede ser tanto la denominación del propio país de Egipto, como el símbolo de la materia prima de los alquimistas. También podría ser que la
expresión derivara del griego chyma, que significa «fundir» o «derretir». Sea como fuere, los apuntes alquímicos más antiguos que se conservan se hicieron sobre papiros egipcios. No demuestra nada el hecho de que no poseamos documentos alquímicos de la primera civilización egipcia, ya que una de las características esenciales de todo arte sagrado es la transmisión oral; en la mayor parte de los casos, su registro por escrito constituye un primer indicio de decadencia, o bien revela el temor a que pudiera perderse la transmisión oral. Por tanto, es del todo natural que el llamado Corpus Hermeticum, que abarca todos los textos atribuidos a Hermes-Thot, haya llegado hasta nosotros en lengua griega y redactado en un estilo más o menos platónico. Sin embargo, tales textos recogen esencialmente el auténtico legado de una civilización distinta, y no son en modo alguno invenciones griegas arcaizadas, como demuestra su fecundidad espiritual.
A nuestro juicio, pertenece también al mismo Corpus la llamada Tabla Esmeraldina, que pasa por ser una revelación de Hermes Trismegisto y que, con razón, los alquimistas de lengua árabe y latina consideraban como la verdadera tabla de la ley de su arte. No hay texto original de la Tabla Esmeraldina; hasta nosotros ha llegado sólo en versiones árabe y latina, al menos por lo que ha podido comprobarse hasta la fecha; sin embargo, el contenido da fe de su autenticidad.

Habla también en favor del origen egipcio de la alquimia del Cercano Oriente y del Occidente la circunstancia de que una serie de operaciones manuales relacionadas con la alquimia, y que utiliza el lenguaje simbólico alquímico, se representan en grupo y coordinadamente tanto en los textos del tardío Egipto como en los formularios medievales, lo cual permite observar la procedencia egipcia de ciertos elementos. Entre estos procesos figuraban, además de la manipulación de metales y la elaboración de colorantes, la fabricación de piedras preciosas artificiales y de vidrio de color, arte que en ningún otro lugar floreció tanto como en Egipto. Por otra parte, toda la artesanía del antiguo Egipto a base de metales y minerales estaba informada por el afán de extraer de la materia terrestre sus más secretas y preciadas esencias, motivo espiritual afín al de la alquimia.
La Alejandría del tardío Egipto fue probablemente el crisol en el que, junto a otras ciencias y artes cosmológicas, adquirió la alquimia la forma en que hoy la conocemos, aunque sin experimentar en ello transformaciones esenciales. Entonces, la alquimia debió de apropiarse ciertos
motivos de leyendas griegas y asiáticas, lo cual no debe considerarse como un proceso arbitrario: la formación de una auténtica tradición se asemeja a la de un cristal que va asimilando partículas afines para incorporárselas de acuerdo con unas leyes unificadoras.
A partir de esta época pueden observarse dos corrientes en la alquimia: una es de calidad eminentemente artesana; los símbolos alusivos a una obra interna aparecen aquí como algo supeditado a una actividad profesional, sólo se mencionan ocasionalmente, y los maestros se limitan a conservarlos. La otra utiliza las operaciones metalúrgicas como una alegoría, de modo que podemos preguntarnos si llegaban a practicarse en realidad. De aquí que muchos hayan pretendido hacer distinciones entre una alquimia artesana, más antigua, y la llamada alquimia mística, injertada posteriormente en aquélla. Pero, en realidad, se trata de dos aspectos de una misma tradición y, de ellos, el que se refiere a la alquimia simbolista es, sin duda, el que refleja más fielmente el legado «arcaico».

Cabe preguntarse cómo pudo la alquimia, con toda su carga de mitología, ser aceptada por las religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e islamismo. La explicación debe buscarse en que las ideas cosmológicas propias de la alquimia, que se refieren tanto a la naturaleza externa, metálica o simplemente mineral, como a la naturaleza interna o del alma, estaban ligadas de manera orgánica a la antigua metalurgia, por lo que este fondo espiritual fue aceptado simplemente como un conocimiento de la naturaleza (physis) en el más amplio sentido de la palabra, junto con las técnicas del oficio, de forma semejante a como el cristianismo y el islamismo incorporaron a su mundo espiritual el legado pitagórico que encerraban la música y la arquitectura.
Desde el punto de vista cristiano, la alquimia era algo así como un espejo natural de las verdades reveladas: la piedra filosofal que puede convertir los metales ordinarios en oro o plata es la representación de Cristo, y su obtención por medio del «fuego que no quema» del azufre y del «agua consistente» del mercurio simboliza el nacimiento del Cristo Manuel.
Con su asimilación a la fe cristiana, la alquimia quedó espiritualmente fecundada, mientras que el cristianismo avanzó gracias a ella por un camino que, a través de la contemplación de la naturaleza, podía conducir a la verdadera gnosis.
Con mayor facilidad aún se adoptó el arte hermético al mundo espiritual del Islam. Éste estuvo siempre presto a reconocer como legado de antiguos profetas cualquier «arte» preislámico que se ofreciera bajo el signo de la sabiduría (hikmah). Por ello, en el mundo islámico se equipara a menudo Hermes Trismegisto con Henoch (Idrîs).
La doctrina de la «unidad del ser» (wahdat-al-wudjûd), la esotérica interpretación del credo unitarista islámico, dio al hermetismo un nuevo eje o –por decirlo con otras palabras– restituyó toda su amplitud al primitivo horizonte espiritual, liberándolo de la fragosidad del helenismo tardío.
Con su paulatina incorporación al mundo espiritual de la antigüedad clásica y de la religión semítica, la alquimia amplió su acervo de imágenes, que alcanzaron una espectacular diversificación. Sin embargo, ciertos rasgos fundamentales característicos de la alquimia en lo que ésta tiene de «arte», permanecieron constantes a lo largo de los siglos y se convirtieron en sus distintivos específicos; entre ellos figura en lugar destacado un plan concreto de la obra alquímica, cada una de cuyas fases se designa por medio de determinados procesos, no siempre realizados a mano, pero plásticamente descritos, así como por cierto cambio en los colores de la «materia».
En el mundo romano-cristiano, la alquimia penetró, primero, por Bizancio y, después, en mucha mayor medida, a través de la España musulmana. En el mundo islámico, la alquimia había alcanzado ya su apogeo. Dyâbir ibn Hayyân, discípulo del sexto imán chiíta, Dyafar as-Sâdiq, fundó, en el siglo VIII después de Jesucristo, una verdadera escuela, que ha dejado centenares de escritos alquímicos. Sin duda porque el nombre de Dyâbir se había convertido en el símbolo de las enseñanzas alquímicas, el autor de la Summa Perfectionis, un italiano o catalán del siglo XIII, le dio la forma latina de Geber.

Con la adopción de la ideología griega por el Renacimiento, irrumpió en Occidente una nueva ola de alquimia bizantina. Durante los siglos XVI y XVII se imprimieron muchas obras alquímicas que hasta entonces sólo habían circulado en manuscrito y en forma más o menos secreta, con lo cual el estudio de la Hermética adquirió un gran auge, aunque no tardó en entrar en decadencia.
Se ha dicho a menudo que en el siglo XVII el hermetismo europeo alcanzó su máximo esplendor. Pero, en realidad, su decadencia se había iniciado ya en el siglo XV, a medida que el pensamiento occidental tendía a hacerse más humanista y, fundamentalmente, más racionalista, y le ganaba terreno a aquella visión general del mundo espiritual e intuitiva. Es cierto que al principio, en el umbral de la Edad Moderna, los elementos de una auténtica gnosis, desplazados del ámbito teológico por el carácter unilateralmente sentimental de la nueva mística cristiana, de una parte, y por la propensión agnóstica de la Reforma, de la otra, se refugiaron en las especulaciones alquímicas. En este movimiento cabe incluir fenómenos tales como las reminiscencias herméticas que se observan en Shakespeare, Jakob Boehme y Joham Georg Gichtel.
Más que la alquimia propiamente dicha, perduró la Medicina derivada de la misma, a la que Paracelso dio el nombre de «Medicina espagírica», denominación derivada de las voces griegas spao y ageiso, que corresponden a los términos alquímicos solve et coagula.
En general, la alquimia europea de la época posrenacentista tiene un carácter fragmentario; para ser un arte espiritual le falta el fondo metafísico. Esto puede decirse de sus últimos exponentes del siglo XVIII, a pesar de que, junto a los «carboneros» de entonces, algunos hombres eminentes, como Newton y Goethe, se dedicaron a ella con ahínco… y sin éxito.
Este es el momento de señalar que no puede existir una alquimia «librepensadora» y hostil a la religión, pues el primer requisito de todo arte espiritual es el reconocimiento de todo aquello que la condición humana, en su situación de superioridad y de peligro, precisa para su salvación. El que ya existiera la alquimia antes de la Era cristiana no prueba nada; siempre fue la parte orgánica de un legado que, en cierto modo, abarcaba todos los momentos de la existencia humana. Pero, puesto que el cristianismo revela unas verdades desconocidas en épocas anteriores, la alquimia se destruiría a sí misma si se negara a reconocerlas. Por tanto, es un grave error afirmar que la alquimia o la ciencia
hermética es algo así como una religión autosuficiente e incluso, un paganismo disimulado.
Semejante criterio encierra necesariamente el germen del racionalismo y de la adoración del hombre, por lo cual anularía de antemano todo esfuerzo encaminado a lograr el magisterio interior. Cierto que «el espíritu sopla donde quiere», por lo que no se pueden poner exteriormente barreras dogmáticas a su manifestación; pero no es menos cierto que el espíritu no iluminará a quíen le niega a él –o al Espíritu Santo- en cualquiera de sus revelaciones.
En efecto, la alquimia, que en sí no es una religión, necesita ser confirmada por el mensaje de salvación o Revelación dirigido a todos los hombres. Y esta confirmación consiste en que su propio camino y su obra constituyen el medio de acceso al eterno significado del mensaje de salvación.
No quisiéramos extendernos más acerca de la historia de la alquimia, bastante imprecisa de por sí, porque, en general, un arte esotérico como la alquimia se transmite oralmente. Sólo pondremos de relieve una cosa: el que muchos textos alquímicos sean apócrifos o citen a autores
que no puedan ser situados cronológicamente, no resta en modo alguno valor al texto, pues, aparte que la investigación histórica y la ciencia alquímica son cosas distintas por completo, estos nombres, como en el caso del latinizado Geber, suelen ser, más que firmas, indicios que señalan una determinada rama de la transmisión. Si un texto hermético es auténtico, o sea, si responde a verdades, conocimientos y experiencias reales, o si ha sido urdido arbitrariamente, es algo que no pueden revelar el estudio filológico ni la comparación con la Química empírica; la piedra de toque es la cohesión espiritual de todo el legado en sí.

  • 1 En la obra etnológica de E. E. Evans-Pritchard, Nuer Religion, capítulo «The Problems of Symbols», Oxford at the
  • 2 Clarendon Press, 1956, se da una excelente explicación de lo que puede entenderse por símbolo.
  • 3 Véase Mircea Eliade, Forgerons et Alchimistes, col. «Horno sapiens», París, 1956.
  • 4 Ibíd.
  • 5«Nos revelamos el hierro. En él hay fuerza maligna y utilidad para los hombres…» (Corán, LVII, 25).
  • 6 Camara Laye, L’Enfant noir, París, 1953.

Titus Burckhardt, Alquimia

INICIACIÓN FEMENINA E INICIACIONES DE OFICIO por Estudios sobre la Francmasoneria y el Compañerazgo (II) I, por: René Guénon


Se nos ha dicho repetidas veces que, en las formas tradicionales occidentales actualmente subsistentes, parecería no haber ninguna posibilidad de carácter iniciático para las mujeres (esta publicación data del año 1948): muchos se preguntan cuáles pueden ser las razones de tal estado de cosas, que es ciertamente muy lamentable, pero que sin duda sería muy difícil de remediar. Además esto debería llevar a la reflexión a los que se imaginan que Occidente ha otorgado a la mujer un sitial privilegiado que no ha sido jamás logrado en ninguna otra civilización. Tal vez sea verdad en ciertos aspectos, pero especialmente en el sentido de que Occidente, en los tiempos modernos, la sustrajo de su papel normal permitiéndole acceder a funciones que deberían pertenecer exclusivamente al hombre, de manera que estamos aquí en presencia de otro caso particular del desorden de nuestra época. Desde otros puntos de vista más legítimos, la mujer en Occidente, por el contrario, se encuentra en una situación mucho más desventajosa que en el caso de las civilizaciones orientales, en las cuales particularmente le ha sido siempre posible encontrar una iniciación que le conviniera, siempre y cuando poseyera las cualificaciones requeridas. Así por ejemplo, la iniciación islámica ha sido siempre accesible a las mujeres, lo que, digámoslo de paso, es suficiente para refutar algunos absurdos que en Europa se acostumbra a atribuir al Islam.

Volviendo al mundo occidental, está claro que no nos referimos aquí a la Antigüedad, cuando con toda seguridad existieron iniciaciones femeninas y donde incluso algunas lo eran excluyentes de los varones, así como hubo otras exclusivamente masculinas. Pero ¿cuál era la situación en el Medioevo? Sin duda no es imposible que las mujeres hayan sido admitidas en ese entonces en algunas organizaciones poseedoras de una iniciación propia del esoterismo cristiano, e incluso ello es perfectamente verosímil[1]; pero como tales organizaciones están entre aquellas de las que ya desde hace mucho tiempo no quedan rastros, es muy difícil tratar de las mismas con certeza y precisión y, en todo caso,

[1]Un caso como el de Juana de Arco parece muy significativo a este respecto, a pesar de los múltiples enigmas de los que está rodeado.

es muy posible que no hubiese nunca más que posibilidades muy restringidas. En cuanto a la iniciación caballeresca, es más que evidente que por su misma naturaleza no podría absolutamente convenir a las mujeres. Lo mismo puede decirse respecto a las iniciaciones de oficio, o al menos de las más importantes entre ellas y de aquellas que, de una u otra manera, se continuaron hasta nuestros días. Ésta es precisamente la razón verdadera de la ausencia de toda iniciación femenina en el Occidente actual: todas las que subsisten se basan esencialmente sobre oficios cuyo ejercicio pertenece exclusivamente a los hombres, y es ésta como decíamos la razón por la que no vemos muy bien como podría superarse tan fastidiosa laguna, a menos que se encuentre algún día el medio de realizar una hipótesis que pasamos a considerar a continuación. Sabemos bien que algunos de nuestros contemporáneos han pensado que en el caso en el cual el ejercicio efectivo de un oficio haya desaparecido, la exclusión de las mujeres de la iniciación correspondiente había perdido por ello mismo su razón de ser; pero eso es un verdadero sinsentido, pues la iniciación no está por ello cambiada, y, como hemos ya explicado en otro lugar[1], este error implica un total desconocimiento del significado y del real alcance de las cualificaciones iniciáticas. Como decíamos entonces, la conexión con el oficio, totalmente independiente de su ejercicio exterior, permanece inscrita necesariamente en la forma misma de la iniciación, y en aquello que la caracteriza y constituye esencialmente como tal, de modo que en ningún caso podría ser válida para quienquiera no fuera apto para ejercer el oficio en cuestión. Naturalmente, nos estamos refiriendo en particular a la Masonería, ya que por lo que hace al Compañonazgo, el ejercicio del oficio no ha dejado jamás de considerarse como condición indispensable; por lo demás no conocemos ningún otro ejemplo de una desviación de este tipo más que la «Masonería mixta», que por tal razón no podrá nunca ser considerada «regular» por nadie que al menos comprenda mínimamente los principios de la Masonería. En el fondo la existencia de esta «Masonería Mixta» (o Co-Masonry como se la denomina en los países de habla inglesa) constituye simplemente una tentativa de introducir en el ámbito iniciático mismo, que por sobre cualquier otro debería estar exento, aquella concepción «igualitaria» que, rehuyendo ver las diferencias de la naturaleza existentes entre los seres, llega hasta atribuir a las mujeres

[1] Aperçus sur l´Initiation, cap. XIV

una función propiamente masculina , y que está además manifiestamente en la raíz de todo el «feminismo» contemporáneo[1]. Ahora bien, el problema que se plantea es el siguiente: ¿por qué todos los oficios que están incluidos en el Compañonazgo son exclusivamente varoniles, y por qué ningún oficio femenino parece haber dado origen a una iniciación de este tipo? A decir verdad es ésta una cuestión bastante compleja y no pretendemos resolverla por entero aquí; dejando de lado la investigación de contingencias históricas intervinientes, diremos solamente que puede haber ciertas dificultades particulares, de las cuales una de las principales posiblemente se deba al hecho que, desde el punto de vista tradicional, los oficios femeninos deben normalmente ejercerse en casa, y no como en el caso de los masculinos, fuera de ella. Sin embargo, una dificultad de este tipo no es insuperable, y podría solamente requerir algunas modalidades especiales en la constitución de una organización iniciática; y, por otra parte, no hay duda alguna que hay oficios femeninos perfectamente susceptibles de servir de soporte para una iniciación. Podemos citar, a título de ejemplo, el tejido, del cual hemos expuesto en una de nuestras obras su simbolismo particularmente importante[2]; este oficio es además de los que pueden ejercerse a la vez por hombres y por mujeres; como ejemplo de un oficio más exclusivamente femenino, citaremos el bordado, al que se refieren directamente las consideraciones sobre el simbolismo de la aguja, del que ya hemos hablado en diversas ocasiones, así como algunas de las que conciernen al sûtrâtmâ5[3]. Es fácil entender cómo podrá haber por este lado, en principio al menos, posibilidades de iniciación femenina que no serían desdeñables; pero decimos en principio porque desafortunadamente, en las condiciones actuales, no hay de hecho ninguna transmisión auténtica que permita realizar

[1] Entiéndase bien que hablamos aquí de una Masonería donde las mujeres son admitidas al mismo título que los hombres, y no de la antigua «Masonería de adopción», que tenía solamente como fin el dar satisfacción a las mujeres que se lamentaban de estar excluidas de la Masonería, confiriéndoles un simulacro de iniciación que, si era totalmente ilusorio y no tenía ningún valor real, no tenía al menos ni las pretensiones ni los inconvenientes de la «Masonería mixta».

[2] Le Symbolisme de la Croix, cap. XIV.

[3] Ver especialmente «Encuadres y laberintos», en el número de octubre-noviembre de 1947: los dibujos de Durero y de Vinci de los que se trata podrían ser considerados, y lo han sido además por algunos, como representando modelos de bordado. (Véase Symboles de la Science Sacrée, cap. LXVI).

tales posibilidades; y no nos cansaremos de repetir, visto que se trata de algo que muchos parecen perder siempre de vista, que a falta de tal transmisión no puede haber iniciación valida, ya que ésta no puede ser de ninguna manera constituida por iniciativas individuales que, cualesquiera que sean, no pueden, por sí solas, originar sino una pseudo-iniciación, puesto que falta necesariamente el elemento supra-humano, vale decir, la influencia espiritual.

De todos modos podría tal vez entreverse una solución considerando lo siguiente: los oficios que pertenecen al Compañonazgo tuvieron siempre, habida cuenta de sus afinidades más particulares, la facultad de afiliar tales o cuales oficios, y conferir a éstos una iniciación de la que antes carecían, iniciación que es regular por el hecho mismo de ser una adaptación de una iniciación preexistente: ¿no habría algún oficio que sea susceptible de efectuar tal transmisión con relación a determinados oficios femeninos? El asunto no parece enteramente imposible, y quizá no carece de antecedentes en el pasado[1]. Sin embargo no hay que ocultar que habría grandes dificultades respecto de la necesaria adaptación, que evidentemente es mucho más delicada que si se tratara de oficios masculinos: ¿dónde podrían encontrarse hoy hombres suficientemente competentes como para lograr tal adaptación en un espíritu rigurosamente tradicional y guardándose de introducir la menor fantasía que arriesgaría comprometer la validez de la iniciación trasmitida[2]? De cualquier manera, no podemos obviamente hacer otra cosa que formular una sugerencia, ya que no nos toca a nosotros ir más lejos en este sentido; pero oímos tan frecuentemente deplorar la inexistencia de una iniciación femenina occidental que nos ha parecido que valía la pena indicar al menos lo que, en este orden, nos parecía constituir la única posibilidad actualmente subsistente.

[1] Hemos visto mencionar en alguna parte que, en el siglo XVIII, una corporación femenina al menos, la de las alfileteras, habría sido afiliada así al Compañonazgo; lamentablemente, nuestros recuerdos no nos permiten aportar más precisiones al respecto.

[2] El peligro sería en suma hacer en el Compañonazgo, o a su lado, algo que no tendría más valor real que la «Masonería de adopción» de la que antes hablábamos; y aún los que instituyeron ésta sabían al menos a qué atenerse, mientras que, en nuestra hipótesis, los que quisieran instituir una iniciación «compañónica» femenina sin tener en cuenta ciertas condiciones necesarias serían como consecuencia de su incompetencia, los primeros en hacerse vanas ilusiones.

LAS ESTACIONES DE LA CERTEZA

¡Glorificado sea Él! Dios, que ejerció Su Generosidad con las criaturas antes de su existencia, las mantuvo a todas con Su sustento, Le reconociesen o Le negasen, proporcionó a todos los seres un plazo de tiempo, guardó su existencia y la del Universo con la garantía de Su Mantenimiento y se manifestó con la
sabiduría de Su Ciencia en la Tierra y con la inmensidad de Su Omnipotencia en el Cielo.

Has de saber que las estaciones de la certeza son nueve: el Arrepentimiento, tawba; la Renuncia, zuhd; la Perseverancia, sabr; el Agradecimiento, shukr; el Temor; jawf; la Satisfacción, rida; la Esperanza, raÿa; la Confianza Plena, tawakkul, y el Amor; mahabba.


Ninguna de estas estaciones es auténtica si no se prescinde del tadbîr y de la elección frente a Dios. El que se arrepiente de sus pecados, debe arrepentirse igualmente de mantener una determinación propia junto a Su Señor; pues la determinación y la elección forman parte de los pecados capitales del corazón. El arrepentimiento significa volverse hacia Dios mediante lo que Él quiere para ti.


Actuar según tu propio criterio, tadbîr, no puede satisfacerle porque es un delito de asociación a Su Señoría y una infidelidad al don de la razón[i], y Él detesta la infidelidad de Sus servidores. ¿Cómo puede considerarse auténtico el arrepentimiento de un servidor preocupado con su propia decisión en este mundo e indiferente a la perfecta atención de su Guardián?
La renuncia al mundo no es auténtica más que si uno se desprende de su propia decisión, porque a lo que debes renunciar; y en esto consiste la renuncia, es a tu propia decisión.
La renuncia puede ser de dos clases: renuncia exterior; que uno manifiesta, y renuncia interior; que se lleva consigo. La renuncia exterior se refiere a beneficios lícitos como alimentos, vestidos, etc.; la renuncia interior es la renuncia a todo poder y pretensión, lo cual implica la renuncia a la propia determinación.

La perseverancia y el agradecimiento auténticos también suponen desprendimiento del tadbîr. El que persevera evita lo que Dios no ama, y lo que Dios no ama es que tú pretendas tener capacidad de determinación frente a Él.

Hay diferentes categorías de perseverancia: una consiste en cumplir con las prohibiciones y las obligaciones, otra, en prescindir de tus propias decisiones y preferencias. También podría decirse que una es saber guardar las limitaciones de la naturaleza humana, y otra aceptar las condiciones inherentes a la servidumbre. Forma parte de la servidumbre desprenderse del tadbîr frente a Dios.

El agradecimiento auténtico tampoco es posible sin el abandono de la decisión propia porque, como dice Yunayd[ii], Dios tenga misericordia de él: “El agradecimiento consiste en no ser infiel a Dios a cambio de Sus mismos favores”.
Si no fuera por la razón, con la que Dios te ha distinguido al formarte y te ha concedido como modo de perfección, no podrías tener capacidad de decidir frente a Él. Ni los seres inanimados ni los animales irracionales pueden tener capacidad de decisión, por falta de capacidad mental que examine las consecuencias y los intereses.

El temor y la esperanza también se oponen. Cuando los envites del temor asaltan el corazón le impiden que aspires a tomar decisiones propias. Si la esperanza llena el corazón, lo regocija en Dios y lo ocupa totalmente en el Quehacer Divino, ¿cómo podría, entonces, afanarse por sus propias decisiones?

Ocurre lo mismo con la confianza plena. El que se remite a Dios se desprende de su gobierno y se apoya sólo en Él para todos sus asuntos y para toda decisión, sometiéndose al curso de los acontecimientos y decretos. La relación que hay entre la pérdida del tadbîr y las estaciones de la confianza plena y de la satisfacción es más evidente que en las demás estaciones.

El amor implica estar totalmente sumergido en el Bien Amado y abandonar toda voluntad propia junto a la Suya. Esta es la esencia de lo que buscamos. El amante no tiene determinación propia ni por un instante, el amor a Dios le tiene totalmente absorto. Por eso dicen algunos: “Quien haya gustado algo del verdadero amor de Dios se despreocupa de cualquier otra cosa”.

También está claro que la satisfacción no admite tampoco el tadbîr. La satisfacción consiste en contentarse de antemano con la decisión de Dios. ¿Cómo alguien con determinación propia va a estar satisfecho con Su Decreto? ¿No sabes que la satisfacción limpia el corazón de las turbulencias del tadbîr? El que está satisfecho con Dios siente que la luz de la satisfacción en el Decreto le llena de tal modo que no le queda voluntad posible frente a Dios. Al verdadero servidor le basta la excelencia de la elección de Su Señor. ¡Tenlo en cuenta!

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[i] La razón es una gracia de Dios que debe utilizarse para servirle y acercarse a Él,
como se explicará más adelante
[ii] El imám Yunayd es una de las principales autoridades del sufismo. Vivió en
Bagdad entre los siglos IX y X.

Sobre el abandono de sí mismo, Ibn ‘Atâ’ Allah al­‘Iskandari

LA ULTIMA CENA, NARCISO LUÉ

Abordar La Última Cena es elevar el pensamiento al significado de la copa y por ende, al de la expresión tan cara a los cristianos como lo es la del «Sagrado Corazón de Jesús», asunto ligado de modo incuestionable al misterio del Santo Grial y al de la transmutación, y algunos otros aspectos no menos importantes, porque existe entre los símbolos una trama firme que da coherencia a la urdimbre de la totalidad.

Los cuatro evangelistas tratan de este tema y lo hacen de modo muy semejante; sin embargo, la circunstancia de que en esta ocasión Juan introduce algunas referencias acerca de Judas, nos lleva a la decisión de seguir su texto, y complementarlo con el de Lucas y Marcos, que explica más que los otros acerca del dueño de la casa donde debía celebrarse la Última Cena de Jesús y sus invitados. Es también Juan el que trata del lavatorio de los pies de Jesús a sus apóstoles, hecho que no se encuentra relatado en ninguno de los otros tres Evangelios.

De todos los dogmas evangélicos, el más espiritual y misterioso a los ojos de los cristianos es, sin duda, el de la transmutación; y es en él donde se manifiesta vívido el diálogo más íntimo entre cada uno de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y su Dios, que impone y enseña la eucaristía a sus discípulos para que lo practiquen permanentemente en memoria suya. Antes de proseguir, leamos lo que ha escrito Juan:

«La víspera del día solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Y así, acabada la cena, cuando ya el demonio había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle, Jesús, que sabía que el Padre le había puesto todas las cosas en sus manos, y que como era venido de Dios, a Dios volvía, se levanta de la mesa y se quita sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies de sus discípulos, y a limpiarlos con la toalla que se había ceñido. Viene a Simón Pedro y Pedro le dice: ¡Señor! ¿Tú lavarme a mí los pies? Y Jesús le respondió: Lo que Yo hago tú no lo entiendes ahora, lo entenderás después. Pedro, le dice: Jamás me lavarás Tú a mí los pies. Jesús le respondió: Si Yo no te lavo, no tendrás parte conmigo. Simón Pedro, le dice: Señor, no solamente los pies, las manos también, y la cabeza. Jesús le dice: El que acaba de lavarse, no necesita lavarse más que los pies, estando como está, limpio todo lo demás. Y en cuanto a vosotros, limpios estáis, aunque no todos. Pues, como sabía quien era el que le iba a hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios. Después que les hubo lavado los pies, y tomara otra vez su vestido, puesto de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo Soy. Pues si Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro. Porque ejemplo os he dado, para que pensando en lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también. En verdad, en verdad os digo, que no es el siervo más que su amo, ni tampoco el enviado mayor que aquel que le envió. Entretanto un nuevo mandamiento os doy, y es: Que os améis unos a otros, y que del modo en que Yo os he amado a vosotros, así también os améis recíprocamente (Juan 13, 1-34).

Como se aprecia, en el Evangelio según Juan, nada se dice de la cena propiamente dicha ni, por ende, de la eucaristía. Solamente describe con singular extensión el lavatorio de los pies como signo de humildad, sin que ese signo cambie la realidad: el fuerte y el poderoso debe ser complaciente y solidario con sus siervos, así como todo poderoso con los débiles mas, no es el siervo más que su amo, como tampoco el Enviado más que quien lo envió. El respeto al orden establecido es el corolario de este pasaje evangélico. Una cosa es el alto grado de humildad y comprensión que deben tener los fuertes respecto de los débiles, y otra muy distinta el crear la confusión de una absoluta igualdad imposible de lograr entre los mortales, sencillamente porque alguien tiene que sembrar para que todos puedan moler el trigo y hornear el pan, otros tienen que limpiar y otros que enseñar a leer, otros oficiar en los templos y algunos deben cuidar para que los delincuentes no cometan robos y asaltos, y otros habrán de juzgarlos. Siquiera por la diversidad de trabajos, unos más incómodos o despreciados que otros, no hay ni habrá jamás igualdad absoluta entre los hombres, y de esa desigualdad nadie debe sacar provecho a su favor ni a favor de otro, es lo que viene a enseñar Jesús con el lavatorio de los pies.

En este pasaje de Juan, sin embargo, hay un par de frases que debemos rescatar de ese relato de orden moral y religioso, para nada hermético. Lo simbólico es el comentario del evangelista cuando afirma que Jesús sabía que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre; no dice que había llegado la hora de regresar a la diestra de Dios-Padre, como suele leerse en otros pasajes evangélicos. No vuelve a un sitio determinado, sino al seno del Padre, que es lo mismo que decir que vuelve a Sí Mismo, tal como lo tenemos explicado en otro lugar 1. Comprender la cita de modo distinto, siguiendo al pie de la letra la palabra, sería lo mismo que admitir la existencia de dos dioses, lo que contraría el principio de Unicidad del Creador. Lo Único no admite Otro, pues en ese caso, dejaría de ser Único.

La segunda frase a tener en cuenta es la que dice Jesús: Lo que Yo hago, Tú no lo entiendes ahora; lo entenderás después. No se refiere al lavado de los pies, puesto que ese gesto es explicado en ese mismo momento por Jesús; se refiere, seguramente, a la crucifixión, momento en el que Jesús se entrega al mayor de los sacrificios en su doble papel de víctima propiciatoria y oficiante, y como todopoderoso, Maestro y Señor, permite la humillación, vejación y tortura para redimir a seres inferiores atrayéndolos a Sí. Es el ejemplo mayor del gesto inferior de lavar los pies. Ese ejemplo mayor sucedería a partir del día siguiente, pues la misma noche de la Última Cena se produce su prendimiento, cuando da comienzo La Pasión que se extiende por todo un día hasta llegado el momento de la crucifixión.

Unas pocas palabras respecto de la traición de Judas. Dice Jesús que no todos están limpios y, aunque en todo momento parece referirse a la limpieza exterior, pues, está lavando los pies de sus discípulos, la limpieza a la que alude es a la del alma ya que uno de ellos no está limpio. Si va a cometer traición, poco importa si se ha higienizado o no; lo que importa en relación a ese hecho es si tiene limpia el alma, no los pies. En cuanto a la traición misma, revela sin lugar a dudas la mentalidad del hombre de entonces que es la de nuestra actualidad: vender al amigo, al familiar y a cualquiera a cambio de obtener beneficios terrenales: poder, fortuna y hacerlo a base de engaños, como actuó Judas Iscariote, que fue capaz de cenar con Jesús, su Maestro y Señor en compañía de sus amigos y abandonar a prisa ese lugar para cometer la traición que llevaría a la muerte al traicionado Maestro por un puñado de monedas.

Para estudiar el contenido evangélico de la Última Cena, echaremos mano de lo que escribió Lucas. Dice este evangelista:

«Llegó entretanto el día de los ázimos, en el cual era necesario sacrificar el cordero pascual. Jesús, envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: Id a prepararnos lo necesario para celebrar la Pascua. Dijeron ellos: ¿Dónde quieres que la dispongamos? Les respondió: Así que entrareis en la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en la que entre, y diréis al padre de familia de ella: El Maestro nos envía decirte: ¿Dónde está la habitación en que Yo he de comer el cordero pascual con mis discípulos? Y él os enseñará una sala grande bien aderezada; preparad allí lo necesario. Idos que fueron, lo hallaron todo como les había dicho, y dispusieron la Pascua.»

«Llegada la hora de la cena, se puso a la mesa con los doce apóstoles y les dijo: Ardientemente he deseado comer este cordero pascual con vosotros, antes de mi Pasión. Porque Yo os digo: que ya no lo comeré otra vez, hasta que la Pascua tenga su cumplimiento en el reino de Dios. Y tomando el cáliz, dio gracias, y dijo: Tomad y distribuirlo entre vosotros, porque os aseguro que no beberé del zumo de la vid, hasta que llegue el reino de Dios. Después tomó el pan, dio gracias, lo partió, y se los dio diciendo: este es Mi Cuerpo, el cual será dado por vosotros, haced esto en memoria mía. Del mismo modo tomó el cáliz después que hubo cenado, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derramará por vosotros» (Lucas 22, 7-20).

Con palabras más o menos similares pero manteniendo lo esencial, la Última Cena y sus preparativos está relatada por los cuatro Evangelistas. De la casa donde habría de celebrarse la cena solamente explicitan el modo de hallarla, Lucas y Marcos, revelando que fue el mismo Jesús quien envía a Juan y a Pedro a arreglar el asunto. Debían hallar a un hombre que transportara un cántaro con agua. Sin más pistas, resulta realmente extraño que en Jerusalén en aquellos tiempos, no fuera posible encontrar en las calles de la ciudad a más de un hombre portando cántaros. Además, debían poco menos que adivinar que lo que llevara el cántaro fuera agua, pues igualmente se usaban para guardar y transportar aceite y vino. Este extraño simbolismo que está figurado con el cántaro y el agua, se relaciona asimismo con la casa y la sala donde se celebrará la Última Cena.

La coincidencia entre la celebración de los ázimos y la entrega de Jesús a su sacrificio para ejercer de víctima y oficiante, es del todo simbólica, pues la pascua judía no tiene las mismas connotaciones que la cristiana. Y esa diferencia se puede apuntar desde el comienzo cuando Jesús les dice a sus discípulos: Ardientemente he deseado comer este cordero pascual con vosotros. Por otro lado, también desde el principio se debe reconocer que la elección de Jesús de la época en la que se llevaría a cabo su Pasión y Muerte, no es propiamente una coincidencia porque como judío que era y conocedor de la tradición religiosa de su pueblo, elige la Pascua porque su significado bíblico es precisamente sacrificio en el sentido de matanza. Sacrificar la pascua es lo mismo que decir que se matará al cordero como sacrificio religioso, y que luego será comido. De ahí que el significado no sea otro que la matanza del cordero. Más tarde este significado post-bíblico trastornaría este significado a punto tal que la Pascua dejó de significar la matanza o sacrificio del cordero, para pasar a ser, groseramente, el alimento de la cena. Quedó convertida la Pascua en una fiesta para comer el cordero sacrificado, y no el sacrificio de un cordero que luego de muerto hay que comerlo. Esta diferencia parece poco importante, pero no lo es porque «Pascua» es el nombre de un sacrificio, mientras que a la fiesta se la llama Hag HaMatzot (la Fiesta de Panes Ázimos). Se ha sustituido el significado de la Pascua por la fiesta de los panes ázimos. Esta confusión no existía en la época de Jesús. Eligió la Pascua para ser sacrificado como un cordero, que es la representación de la docilidad, indefensión y pacifismo. En sentido analógico, que es de significado invertido, el cordero se muestra también como león, figuración de la fortaleza y de su condición de rey, aunque de otro lado, en el Evangelio se deja constancia de que la cena es una fiesta (la de los ázimos) y no una celebración religiosa. Con esta pequeña sutileza comienza a separarse la tradición cristiana de la hebrea, diferenciación inaugurada, según el Evangelio, por el propio Jesús. No dice: sacrifiquemos el cordero, sino que desea ardientemente compartir esa comida con sus discípulos (interpretación post-bíblica, no judía). Que la Pascua sea una fiesta y no una celebración ritual de la matanza se explica, en la tradición cristiana, porque lo que se festeja con alborozo es la Resurrección de Jesús y no su muerte, aunque ambas cosas están insertas en los dogmas principales del cristianismo.

Volviendo al símbolo del agua, ya ha sido explicado anteriormente 2. La primera significación es la de una iniciación por la que se muere y se renace a una nueva vida, a un nuevo grado de conocimiento, a una nueva fraternidad o logia, en fin, es una destrucción y disolución de un estado anterior, para renacer en un estado nuevo al que se accede voluntariamente; siempre son estados diferenciados del Ser individual, aunque pueda tener connotaciones religiosas, porque lo humano por sí mismo no puede superar el estado al que pertenece y subir la escala cósmica con su propio esfuerzo. Introduciendo el cuerpo en su totalidad o simplemente la cabeza debajo del agua, se destruye y se diluye, pero nunca de modo permanente, porque luego se emerge y al emerger, el iniciado lo hace como un ser nuevo. Pero, éste no es el caso del pasaje evangélico que estamos comentando.

En efecto: el agua del cántaro no representa la iniciación a la que ya había sido sometido Jesús cuando fue bautizado en el Jordán por Juan; no se trata, pues, de una reiteración del significado del símbolo. El agua también significa la fuente de la vida tal como lo explicamos en otro lugar, porque del agua proviene la tierra, en tanto que del agua emerge la tierra cuando se contrae por el hielo de los polos. Se lee en Mircea Eliade que: «Una de las imágenes ejemplares de la creación es la de la isla que aparece de repente en medio de las olas» 3. Este autor en el mismo lugar explica que «las aguas simbolizan la suma universal de las virtualidades; son fons et origo, el depósito de todas las posibilidades de existencia; preceden a toda forma y soportan cada creación». Con lo trascrito resultaría ocioso dar una explicación de este simbolismo y su perfecta adecuación al símbolo del agua en el cántaro, porque está perfectamente explicado en tales palabras. Para el hinduismo el agua es el elemento mantenedor de la vida que circula a través de toda la naturaleza, sea en forma de lluvia, de savia, de leche o de sangre 4. Aún es posible distinguir entre «aguas superiores» y «aguas inferiores». Las superiores significan las entidades virtuales aun no manifestadas, mientras que las inferiores representan a la Creación manifestada; es decir, a todos los entes o en términos aristotélicos: los seres en cuanto tales.

Sintetizando la significación del agua del cántaro, se puede decir que es la representación de la Totalidad del Ser que es y está en Jesús aun mortal pero poseyendo también una naturaleza divina. En Él están las aguas superiores de donde nacerán nuevos seres y están las inferiores que ya han emergido de la no manifestación para permanecer en el tiempo terrenal. Pero, todo lo terrenal es frágil, provisional y escasamente duradero; por ello, el cántaro de arcilla puede en cualquier momento quebrarse y derramar las aguas inferiores que contiene. Una conclusión de los tiempos finales de una vida degradada de la especie humana, y que arrastrará consigo a todas las demás especies con vida de este planeta.

Jesús les asegura a sus discípulos que no volverá a comer el cordero pascual ni a beber vino hasta que llegue el reino de Dios. Ese reino no es otro que la Jerusalén celeste de la que comentamos en el capítulo destinado a El Doble Bautismo. Para los cristianos, la Pascua sí que es una celebración porque se rememora la Resurrección de Jesucristo, como ya dijimos antes. Es una fiesta por todo lo alto y no hay en ello ninguna confusión o sustitución de símbolos como aconteció con la Pascua judía. Sin embargo, no deja de ser relevante la circunstancia de que la Pascua judía se celebra «entre las dos tardes»; es decir, entre el anochecer y la noche cerrada; en hebreo «atardecer» es , que es equivalente a la expresión «entre las dos tardes» que en hebreo es . Ajustado a la tradición hebrea de sacrificar el cordero pascual entre las dos tardes, tras la expiración de Jesús en la cruz, se produce un fenómeno atmosférico que ensombrece todo Jerusalén, coincidiendo de este modo el momento propicio para el sacrificio del cordero pascual con el sacrificio de Jesús, el cordero de Dios que quita los pecados del mundo:

«Y desde la hora sexta hasta la hora nona quedó toda la tierra cubierta de tinieblas. Y cerca de la hora nona, exclamó: Eli Eli, ¿lamma sabactani?, esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27, 45-56).

«Y a la hora sexta, se cubrió toda la tierra de tinieblas, hasta la hora nona» (Marcos 15, 33)

«Era ya casi la hora sexta, y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora nona. El sol se oscureció, y el velo del Templo se rasgó por el medio» (Lucas 23, 44-45)

La Cena es el cenit de este episodio evangélico. En ella se produce la doble transmutación: el pan en cuerpo de Cristo y el vino en su sangre. Esta transmutación lleva implícita una serie de simbolismos que iremos conociendo uno a uno. La simbología del corazón suele ser ligada al «vaso» o una copa, y esto viene siendo así desde las antigua religiones egipcias. De hecho, esta vinculación entre el corazón y la copa o vaso hace nacer en la tradición cristiana la leyenda del Santo Grial, el vaso donde bebió Cristo en la Última Cena, y en el que José de Arimatea recogió de su costado sangre y agua que vertía la herida proferida por el lanzazo del centurión. Lo del vaso que aparece desde las antiguas tradiciones sustituido por la figura del corazón viene a manifestar una identidad entre ambos, de manera que el corazón sea, en realidad, el vaso en el que de modo continuo elabora la sangre vital. Dada esta identidad, el corazón de Cristo fue el vaso donde bebieron sus discípulos y donde se efectuó el milagro de la transmutación. Se admita o no que esta simbología sea anterior al cristianismo, no es asunto por el que se pueda privar a esta doctrina de su legitimidad en relación al Grial y al significado del vaso identificándolo con el corazón; más bien, todo lo contrario. Porque en efecto, viene a confirmar la teoría de que todas las doctrinas sagradas de la humanidad desde siempre han tenido una fuente común: la doctrina sagrada que emana del Creador, cualquiera sea el nombre con el que se lo quiera identificar porque, en definitiva, siempre se trata del Único, del Principio, del Hacedor de todo lo hecho.

Dada esta identidad, el corazón de Cristo fue el vaso donde bebieron sus discípulos y donde se efectuó el milagro de la transmutación.
 De entre ellos (los cristianos), habrá quienes de verdad asuman que Cristo entra en sus naturalezas con todo el espectro de la divinidad, y que en la Hostia lo hace en cuerpo y en el vino en Sangre.

Otro símbolo muy unido al del vaso y el corazón es el floral. En Oriente, la flor simbólica por sobre toda otra es el loto; en Occidente es la rosa. Y la rosa, cuyos pétalos rojos nos conducen a la figuración de la sangre, lo hace vertiéndola como la mirra transparente y frágil, destinada a los rituales hebreos. Esa rosa en su más elocuente simbología está centrada en la intersección de los brazos de la cruz; es recibida en ese centro simbólico de todos los tiempos y en el que Cristo eligió como mensaje de sacrificio y redención. La cruz ocupa el centro de la rosa, y esa cruz con pétalos sangrantes ocupa el centro de Cristo que es su pecho. La imagen recurrente del Sagrado Corazón de Jesús nos muestra un corazón ardiente del que caen gotas de sangre, y está encerrado en un triángulo con el vértice hacia abajo, cuyo figuración repite la forma del vaso y del corazón, en una singular alegoría triple del vaso, corazón y triángulo. Se ha dicho que:

«La expresión «corazón de Cristo», ha de entenderse en un sentido que no es precisamente «histórico»; pero hay que añadir de inmediato que los propios hechos históricos, al igual que todo lo demás, traducen a su manera las realidades superiores y se conforman a la ley de la correspondencia, única capaz de explicar ciertas «prefiguraciones». Se trata, valga la expresión, del Cristo-Principio, es decir, del Verbo manifestado en el punto central del Universo; pero, ¿quién pretenderá que el Verbo eterno y su manifestación histórica, terrestre y humana, no son real y sustancialmente un solo y único Cristo bajo dos aspectos distintos? Late en el fondo la relación de lo temporal y lo intemporal; quizá sea conveniente no insistir en ello, pues es uno de esos temas que sólo el simbolismo es capaz de expresar en la medida en que son expresables» 5.

La rosa sosteniendo en su centro una cruz ha dado lugar a algunas confusiones respecto del origen de ciertas logias, que se atribuyen la propiedad del símbolo. Los rosacruces no fueron jamás los padres del símbolo que arropa a la logia del mismo nombre, porque como dice Fulcanelli, eran hombres solitarios:

«La pretendida Fraternidad de la Rosa Cruz jamás ha tenido existencia social. Los adeptos que llevan título son sólo hermanos por el conocimiento y el éxito de sus trabajos. Ningún juramento los liga, ningún estatuto los vincula entre sí y ninguna regla influye en su libre arbitrio, como no sea la disciplina hermética libremente aceptada y voluntariamente observada. Todo cuanto se haya podido escribir o contar, según la leyenda atribuida al teólogo de Cawle, es apócrifo y digno, todo lo más, de alimentar la imaginación y la fantasía novelesca de un Bulwer Lytton. Los rosacruces no se conocían. No tenían lugar de reunión, ni sede social, ni templo, ni ritual, ni marca exterior de reconocimiento. No pagaban cotizaciones ni jamás hubieran aceptado el título dado a ciertos hermanos, de caballeros del estómago, pues los banquetes les eran desconocidos. Fueron, y son aúu n, solitarios, trabajadores dispersos por el mundo, investigadores «cosmopolitas» según la más estricta acepción del término. Como los adeptos no reconocen ningún grado jerárquico, resulta que la Rosacruz no es en absoluto un grado, sino tan sólo la consagración de sus trabajos secretos y de la experiencia, luz positiva cuya existencia les había revelado una fe viva» 6.

Es significativo que un alquimista como Fulcanelli (y no el único de entre ellos), comparta tan estrecha opinión respecto de los rosacruces que se suponen herederos de la rosacruz precristiana y por ende, hijos directos de la primera fraternidad masónica, extraída del fondo de los tiempos. Porque, en efecto, René Guénon dice de no pocos de estos grupos pretendidamente ocultistas, u ocultistas pretendidamente esotéricos, lo siguiente:

«Junto a estas asociaciones simplemente «fraternales», como dicen los norteamericanos, que parecen las de mayor difusión, hay otras que tienen pretensiones iniciáticas o esotéricas pero que, en su mayoría, no merecen tomarse más en serio que las anteriores, aun siendo quizá más peligrosas en razón de esas pretensiones, aptas para engañar y extraviar a los ingenuos o mal informados. El título de «Rosacruz», por ejemplo, parece ser muy seductor y ha sido adoptado por un buen número de organizaciones cuyos dirigentes no tienen la menor noción de lo que fueron los verdaderos Rosacruces; ¿y qué decir de las agrupaciones con rótulos orientales, o de aquellas que se auto proclaman herederas de antiguas tradiciones, cuando en realidad pregonan las ideas más occidentales y modernas?» 7.

Volviendo al objeto de nuestro interés, los apóstoles acudieron a la cena sin saber lo que ocurriría. Es singular el hecho de que Jesús haya elegido para la labor apostólica a doce discípulos. Doce son los signos del zodíaco que representan la totalidad del año en un mito de retorno eterno, y doce los caballeros de la mesa redonda, doce las tribus hebreas, y como buen judío, hace honor a las doce letras simples, distribuidas en las distintas direcciones del espacio, que duplican las seis direcciones y tres dimensiones de la cruz representativa de la Totalidad de la Creación. A su vez, en el suplemento al Capítulo V del Sepher Yetzirah, estas doce letras simples o elementales se corresponden con los signos del zodíaco, los doce meses del año, los doce gobernantes del alma masculina y femenina. Esas doce letras son:  (Heh),  (Vav),  (Tzayin), (Chet),  (Teth), (Yod),  (Lamed),  (Nun), (Samekh),  (Ayin),  (Tzaddi), (Qoph). No es coincidencia que las doce letras simples, siendo también las llamadas elementales y no por su composición gráfica, contengan las cualidades de los apóstoles, a quienes conviene la simplicidad y a la vez, lo elemental de la doctrina apostólica. Así, pues, la elección del número de los apóstoles es también simbólica, pues pudieron ser cinco, o veinte o cualquier otro número; pero fueron doce, que es también el número duplicado de los ancianos del Apocalipsis, con sus vestiduras blancas y sus cabezas coronadas en oro.

Fue en la cena donde se puso de manifiesto la traición de uno de ellos, que no es más que el ejemplo que da Jesús de la perversión de la especie, tal como dijimos en líneas anteriores; una especie capaz de traicionar al ser más querido por dinero, posición social o ejercicio ilegítimo de poder. Pero, fue después del lavatorio de los pies cuando Jesús enfrenta a sus discípulos a la dura prueba de la eucaristía. No son los evangelistas demasiados explícitos en la narración de este aspecto tan importante de la dogmática cristiana. Por el contrario, se limitan a un par de frases que, seguramente a su juicio, eran suficientes. Este par de frases se refieren a la conversión del pan en cuerpo y el vino en la sangre de Jesús.

La transmutación (fenómeno del movimiento de los estados, que los conduce allá de la simple mutación) es un ejercicio de fe para los cristianos. De entre ellos, habrá quienes de verdad asuman que Cristo entra en sus naturalezas con todo el espectro de la divinidad, y que en la Hostia lo hace en cuerpo y en el vino en Sangre. Esa suerte de «traslación» se produce en el presente más absoluto, aunque bastaría decir «presente» ya que no hay más que uno y tan fugaz que resulta imposible atraparlo. Es sabido que desde los tiempos más antiguos y las doctrinas sagradas más arcaicas, el tiempo se mide entre el pasado y el futuro, sin ninguna referencia al presente pues, en realidad, no existe más que como la posibilidad de tránsito entre lo que fue y lo que de inmediato será. El presente actúa sobre la existencia manteniéndola siempre en movimiento, y en ese modo están todos los seres creados; con este presente se posibilita el desarrollo existencial de los seres vitales e inertes. Pero este presente, siquiera como existencia de servicio a la continuidad del tiempo, está siempre de modo esquivo en la continuidad temporal de lo terreno.

Los maniqueos afirmaban sin hesitación que el hombre tiene guardado en el interior de su alma una «chispa» de divinidad, con la que cuenta para sostener sus fuerzas espirituales en la lucha cotidiana contra el Mal, representado por YHVH, creador de un mundo perverso. Dejando de lado tal juicio demasiado severo incluso referido a un Dios, lo cierto es que la chispa de divinidad que no es otra cosa que una chispa de eternidad, es algo que está presente en todas las ciencias sagradas incluyendo las más arcaicas. En definitiva, tampoco parece demasiado exigente una creencia semejante si recordamos que los estados inferiores son el reflejo de los superiores y que si Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, nada tiene de extraño que se haya depositado una chispa de eternidad en las entrañas del ser humano, dicho esto desde el punto de vista estrictamente metafísico.

Esa chispa de eternidad es lo que significa el presente para los humanos que suponen que controlan el tiempo mediante los relojes, cuando en realidad sólo atinan a medirlo, seccionándolo en unidades que, respecto de la hora son los segundos; respecto del día son las horas; respecto de la semana son los días; respecto de los meses son los años… y así sucesivamente, sin contar realmente con una unidad única de medición. En esta medición del tiempo que se hace de lo que ya ha pasado o de lo que está por venir, no está el presente. En los calendarios están los días, las semanas y los meses que van cayendo a medida que discurre el tiempo, hasta que se colma de pasado y el año que estaba en curso fenece. Pero, en los calendarios no está el presente. Tampoco está en nuestras vidas, salvo como una idea obtenida mediante un proceso de la inteligencia intuitiva.

Es mediante esta especie de inteligencia alejada de la ontología, como es posible lograr el acceso a ese instante fugaz de eternidad «durante» el cual se puede abrir toda la existencia para que la transmutación divina penetre en cada cristiano tal y como la concibió el propio Jesús en la Última Cena. Aquellos cristianos que no puedan o no quieran asumir esta verdad, tomarán la Hostia y beberán el vino en la eucaristía, sin que llegue a producir los efectos sagrados. Dijimos que en ese instante místico del presente fugaz es la oportunidad para «sentir» el fenómeno de la transmutación, y también dijimos que ello es posible mediante un acto íntimo que se logra con un ejercicio de inteligencia intuitiva, ya que de otro modo es imposible acceder a estos conocimientos por su carácter de tras-humanos o no-humanos. Al no intervenir los sentidos, es imposible concebir una abstracción que nos posibilite crear un concepto del que se pueda obtener una definición. La intuición de carácter intelectual, como toda intuición, es un conocimiento tan íntimo que resulta intransferible. Las palabras no pueden explicar lo captado, sino como una aproximación a esa verdad. Y es así, sencillamente porque al no haber la posibilidad de crear un concepto, se carece del vocablo apropiado a ese conocimiento y sólo se lo puede atrapar intuitivamente dando rodeos mediante paráfrasis más o menos acertadas, según haya sido más o menos claro el conocimiento adquirido. Es como pretender que los místicos expliquen sin fisuras idiomáticas la sensibilidad psíquica que los conduce a la contemplación de Dios o al fenómeno de la levitación.

El bautismo es el acto de iniciación por el que bautizado, una vez cumplidos los ritos, pasa a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo. Si es así y Jesucristo aseguró a sus discípulos y mediante ellos a todos los cristianos que siempre estaría con todos, ¿qué sentido tiene entonces la eucaristía? Un cristiano respondería: no tiene otro sentido que reafirmar la fe de que sigue con nosotros. Un niño sabe que su madre lo quiere y cuida de él; sin embargo, cuando la madre se aparta unas horas, siente el niño la necesidad de tenerla y cuando regresa, comulga con ella los mejores sentimientos que mutuamente son capaces de transmitirse con reciprocidad.

El símbolo de la Última Cena está centrado en la eucaristía, que es el sacramento por el cual el Dios de los cristianos se manifiesta en el alma de sus creyentes con una presencia cierta, tan cierta como la que los hiperbóreos experimentaban en todo momento de sus vidas plenas de hierofanía. No es un estar constantemente con Cristo, con el pensamiento, por ejemplo, sino estar en Cristo mismo a causa de la transmutación durante la celebración. Y cada eucaristía sirve al propósito de reiterar el compromiso sagrado que cada miembro del Cuerpo Místico tiene concertado con Dios. Una reafirmación continuada de la alianza prometida al Creador.

NOTAS

(1) Ver el cap. La Resurrección.

(2) Ver el cap. El doble bautismo.

(3) Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, cap. III.

(4) Zimmer Heinrich, Mitos y símbolos de la India, ed. Siruela.

(5) René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, cap. III.

(6) Fulcanelli, Las moradas filosofales, cap. «Louis D’Estissac».

(7) René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, cap. LXXI. 

– Antigüedad – Edad Media – Renacimiento –

LA TIERRA DE AGARTHA O EL REINO DE LA SINARQUIA

“El más bello sentimiento que cabe tener es el sentido del misterio. Es
la fuente de todo arte verdadero, de toda verdadera ciencia. Quien no ha
conocido esa emoción, quien no posee el don de maravilla y de arrebato,
más valdría que hubiese muerto. Sus ojos están cerrados”.
Albert Einstein

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LAS INFLUENCIAS ERRANTES

Al hablar de los diversos elementos productores de los fenómenos que los espiritistas atribuyen a aquellos que ellos llaman «espíritus», hemos hecho alusión (1) a las fuerzas sutiles que los taoístas chinos llaman «influencias errantes». Daremos sobre ese tema algunas explicaciones complementarias, para eliminar la confusión en la cual caen demasiado fácilmente aquellos –desgraciadamente demasiado numerosos en nuestra época- que conocen las ciencias modernas occidentales menos que los antiguos conocimientos orientales.

ABD AL-WAHID YAHIA (RENÉ GUÉNON)

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EL BATIMIENTO DEL MAR DE LECHE

Es un mito fundamental del hinduismo.
Al principio de los tiempos los deva (dioses) y los asura (demonios) eran todos mortales, y luchaban entre ellos por el dominio del mundo. Los deva, debilitados y vencidos, solicitaron la ayuda de Visnú, quien les propuso que unieran sus fuerzas a las de los asura con el objeto de extraer la amrita ([el néctar de la] inmortalidad) del mar de leche (kshirodadhi), que es uno de los siete exóticos océanos lejanos, dentro de este mismo planeta.

Fuente del articulo: meristation.as.com

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ARTE REAL

Comienza la Alquimia en la etapa llamada NIGREDO que significa negro y se
refiere a la Tierra, al planeta en el cual vivimos.

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SIMBOLISMO DEL RAYO SOLAR (René Guénon)

Por este pasaje la sushumnâ y la coronilla de la cabeza donde desemboca, en virtud del Conocimiento adquirido y de la consciencia de la Vía meditada consciencia que es esencialmente de orden extratemporal, puesto que, incluso en tanto que se la considera en el estado humano, es un reflejo de los estados superiores. Es pues un grave error hablar aquí de «recuerdo», como lo ha hecho Colebrooke en la exposición que ya hemos mencionado; la memoria, condicionada por el tiempo en el sentido más estricto de esta palabra, es una facultad relativa únicamente a la existencia corporal, y que no se extiende más allá de los límites de esta modalidad especial y restringida de la individualidad humana; así pues, forma parte de esos elementos psíquicos a los que hemos hecho alusión más atrás, y cuya disolución es una consecuencia directa de la muerte corporal, el alma del Sabio, dotada en virtud de la regeneración psíquica que ha hecho de él un hombre «dos veces nacido» dwija, NA: La concepción del «segundo nacimiento», como ya lo hemos hecho observar en otra parte, es de las que son comunes a todas las doctrinas tradicionales; en el cristianismo, en particular, la regeneración psíquica está representada muy claramente por el bautismo. – Cf. este pasaje del Evangelio: «Si un hombre no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios… En verdad os digo, si un hombre no renace del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios… No os sorprendáis de que os haya dicho, que es menester que nazcáis de nuevo» (San Juan, III, 3 a 7).

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LA CIUDAD DE LOS SAUCES (René Guénon)

En la iniciación a la Tien-ti-huei, el neófito, después de haber pasado por diferentes etapas preliminares, a la última de las cuales se la designa como el “Círculo del Cielo y de la Tierra (Tien-ti-kiuen), llega finalmente a la “Ciudad de los Sauces” (Mu-tang-cheng), llamada también “casa de la Gran Paz” (Tai-ping-chuang).

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